Una lágrima resbaló por su mejilla. No miró atrás.
El fardo le pesaba como mil elefantes, esos que habían sido compañeros de
sabana, esos que le habían contemplado, confiados y majestuosos, en sus juegos
entre polvo y ramaje, entre tierra yerma y sol cegador. En el horizonte un
camino conocido, familiar pero ya hostil, antesala de un destino incierto pero
necesario. El mar le esperaba, la última frontera a un atisbo de vida, a un
proyecto de dignidad.
Sus pasos eran firmes, disimulando su miedo, su
tristeza, la rabia del que nada tiene y el arrojo del que nada tiene que
perder. Su madre jamás le había visto llorar y hoy menos aún. Él jamás había
visto llorar a su madre y sin embargo sabía que lo hacía por dentro, cuando su
mirada se clavaba en el infinito, masticando frustración y nula esperanza.
Ahora no la vería más así pero estaba dispuesto a que ese infinito
desapareciera, a darle una certidumbre, aunque no pudiera compartirlo con ella
ni con sus hermanos.
Sus gastadas sandalias, como su cabeza, no miraban
atrás. Su corazón sí. Los secos árboles apenas daban sombra ni amparo en su
camino, adelanto de lo que tendría que probablemente vivir en los próximos
meses o años. Nada peor de lo que tenía, nada peor de lo que su familia tenía,
que era nada.
Su poblado era ya un punto difuso en la calima
africana, un pasado inmediato pero ya lejano, porque quizá nunca volvería.
Estaba naciendo de nuevo. Estaba muriendo por primera vez. Lo que era y lo que
sería se unía para darle fuerzas y coraje en la encrucijada, en el salto mortal
sin red de su anhelo. Sus momentos de felicidad, de niñez despreocupada se
esfumaban en lo polvoriento de sus pasos.
El sol se iba alzando, avisando en su ardor
progresivo. La sabana no traicionaba nunca, te enseñaba las cartas, pero no te
daba segundas oportunidades. Era hostil pero era su hogar. Lo verdaderamente hostil
empezaba ahora. Un mundo contrapuesto, con paraísos prometidos, insinuados o
mostrados pero llenos de trampas, con cartas marcadas aunque muchas vidas por
jugar. Eso es lo que le empujaba. Daría esas vidas por al menos intentar jugar,
intentar ganar y dar a su familia esa victoria en forma de dignidad, de futuro.
Pero antes se jugaba la gran partida, la prueba de
fuego sin fases previas, la ruleta rusa del mar. Antes de cristalizar el oasis
debía cruzar el desierto de agua y sal tan desconocido para él. Al otro lado,
la tan familiar arena que sólo será la delgada franja antesala del duro, frío
pero esperanzador asfalto, antesala del posible incierto, de la cierta
posibilidad de algo.
Una gota de sudor resbaló por su frente y bajó por
la mejilla. No encontró lágrima alguna. Se había secado a un sol que sacaba a
relucir su miedo, a un sol que iluminaba su esperanza. Siguió su camino, como
él, sin saber, como él, dónde acabaría.